Relegadas, rechazadas y prácticamente destinadas a publicar sus obras bajo seudónimos masculinos; la historia de la mujer creadora de literatura es una que refleja el contexto socioeconómico de su época, su posición en desventaja frente a su contraparte masculino, y la lucha para realizar un arte que pone en evidencia su capacidad intelectual en un mundo donde no pueden superar el nivel intelectual de un hombre.
Es una historia curiosa, la mujer se encuentra en posición de desventaja por todos los constructos sociales alrededor de ella. Se repite tanto en la vida cotidiana, como en la esfera científica y del arte. Pese a esto, se ha notado que dicha incapacidad para acceder a conocimientos, profesiones y actividades tiene una brecha más o menos ancha según la posición socioeconómica de la mujer.
En contexto, las mujeres en el mundo de las artes.
No era extraño ver a una mujer pintora cuando el padre era pintor y podía enseñarle sin necesidad de enviarla a taller ajeno, el caso más famoso es Artemisia Gentileschi. O si la joven provenía de una familia noble, adinerada, que la apoyaba para continuar su formación artística, como se sabe de Sofonisba Anguissola. El resto básicamente quedaba fuera.
Similar sucedía en los ámbitos literarios, donde era más común que las jóvenes de familias acomodadas —con acceso a una educación que les permitiera leer y escribir— se iniciaran en la escritura de ficción y poesía. A diferencia de la pintura, pocas veces su obra veía la luz pública por los fuertes prejuicios de la época y si lo lograba, bueno, no siempre era con el nombre real de la autora. El caso más popular es el de las hermanas Brontë o Currer, Ellis y Acton Bell, quienes utilizaron estos nombres para evitar el rechazo del público y las editoriales.
Un caso distinto es el de Mary Shelley, escritora de mucho más que Frankenstein. Si bien utilizó su nombre para publicar y alcanzó el éxito, también fue señalada por la ideología plasmada en su novela y las costumbres relativas al grupo de románticos al que pertenecía, además de ser reducida a esa única novela. Mary Shelley fue parte de una época que representó un momento de cambio para las escritoras: la lucha por “ser consideradas en un plano de igualdad respecto al hombre” llegó a un punto sin retorno y, a partir de ese entonces, la voz femenina comenzó a escucharse más. Esto no quiere decir que el problema haya concluido, solo fue un avance.
La reivindicación de las mujeres literatas, una lucha actual.
Cada escritora buscó —y sigue buscando— la forma de tomar el lugar que le correspondía, siempre con esfuerzo y mucha mucha paciencia para ver portadas con sus nombres impresos. Aún cuando tenemos registro —obras— de magníficas escritoras que nos llenan de sabiduría, fuerza y la oportunidad de ver el mundo a través de sus ojos; la realidad es que muchas se perdieron en el anonimato, seudónimos masculinos nunca desenmascarados o —lo que resulta más grave— ni siquiera recibieron el reconocimiento por sus obras, sino sus parejas (hola, Scott Fitzgerald).
Gracias a los estudios literarios e históricos, el reconocimiento por las obras “robadas” poco a poco va regresando a sus creadoras originales. Pero… ¿cuánto se podrá conocer en el futuro? ¿Cuántas obras que hoy conocemos con nombre masculino o “Anónimo” fueron redactadas por mujeres de siglos pasados? ¿Qué autores más tomaron los escritos de sus esposas? Mi respuesta más rápida es “ojalá y no sea mucho”. Sin embargo, eso representaría que el papel de la mujer escritora es más reducido, que las puertas se les cerraron por completo pese a su lucha. Triste, ¿no?
Nuestras brujas literarias.
El hecho de ser rechazadas, señaladas y silenciadas me recuerda inevitablemente a las famosas brujas, que —como las escritoras— fueron fuertes, incomprendidas y con una enorme capacidad para dar soluciones en un mundo que busca respuestas pero que no provengan de ellas. Donde las brujas se movieron con creatividad en sus elementos, las escritoras lo hicieron a través de la tinta y el papel.
Como las brujas, las más críticas lucharon hasta las últimas consecuencias para hacerse escuchar y para muchas escritoras eso significó no volver a escribir. Un ejemplo de lo anterior es el caso de Sor Juana Inés de la Cruz, quien en 1692 entró a un silencio casi obligado por el asedio eclesiástico —señalado por estudiosos en el siglo XX, Alfonso Reyes y Paz entre ellos— y el abandono que sufrió después de publicar su famosísima Respuesta a sor Filotea de la Cruz. En la obra, Sor Juana responde a las recriminaciones del obispo de Puebla, pone por ejemplo a otras mujeres doctas y su camino para adquirir conocimiento en múltiples disciplinas, entre otros tópicos redactados con la maestría de quien conoce la lengua.
Si las mujeres que luchan, que buscan ejercer su creatividad y brindar soluciones, son llamadas brujas. Las escritoras, como Sor Juana o las escritoras ya mencionadas, no están muy lejos de ser llamadas igual. Brujas literarias, ¿qué tal suena? Es un concepto que escuché hace años de la viva voz de un amigo en los pasillos de la universidad, leí al año siguiente en una pequeña compilación de escritoras mágicas a lo largo de la historia (“Brujas literarias” de Tasia Kitaiskaia y Katy Horan) y pensé cientos de veces.
Son las mujeres a las que una vez intentaron callar, que señalaron; quienes tuvieron que burlar el status quo de su época y llegan hasta nuestra actualidad, cuando podemos ir por sus obras a una librería común y corriente. Trascendieron, aun cuando muchas terminaron siendo calladas. La simple existencia de sus obras representó un peligro para alguien, fueron vistas como un reto.
No sé, me parece maravilloso, me parece un honor entrar en esta categoría, porque, pese a las adversidades, se abrieron paso en un mundo donde iban en contra de la corriente y han conseguido llegar hasta nosotros y nosotras. ¿Cuántas escritoras entrarán en la categoría de Brujas literarias? ¿A cuántas empezaremos a reconocer en el futuro? Es una respuesta que el tiempo dirá.